jueves, 24 de julio de 2008

El cobijo de los mundos ficticios


A Esteban le encantaba mirar desde la ventana de su ático. Desde aquélla se veía una plaza. Una plaza octogonal que carecía de sombra alguna y por la que raras veces paseaban los internos de la residencia.

Dedicaba largas horas a la observación del lento gorgoteo de la fuente y del aleteo de las palomas a las que irrisorias veces se les cedía una miga de pan por la que pelearse. El sol se reflejaba de tal manera en el blanco del mármol de las baldosas que éstas brillaban hasta cegar. Era una plaza, sin duda, solitaria y abandonada. Pero por monótono que este retrato paisajístico pueda parecer, Esteban era incapaz de aburrirse. Todo lo contrario, Esteban consagraba este tiempo a una observación inquieta y colmada de expectación. Esteban se despertaba con un ansia terrible por saber si en esa explanada podría ver las aventuras con las que había soñado, pero todas las noches no tenía más remedio que procurar ilusionarse por lo que fuera a pasar al día siguiente. Por la cabeza de Esteban paseaban miles de historias: asesinatos, secuestros, amores y desamores y cientos de aventuras, pero, hasta ahora, todo había quedado para sus pensamientos.

Miriam, de vez en cuando, se acercaba a su habitación para intentar distraerle de esta actividad, que, con frialdad, calificaba de absurda, pero no lograba nada. Aunque Esteban apreciara a la vieja Miriam, su concentración en esos momentos era tan intensa, que sus oídos eran sordos a cualquier otra estimulación. Tan pronto como centraba sus dilatadas pupilas en la búsqueda de una emoción, que para él siempre estaba próxima a suceder, sus sentidos se cerraban a toda otra acción.

“Mírame Esteban, no es tan difícil. Ya no recuerdo el día que dejaste de reírte conmigo. ¿Recuerdas aquellas carcajadas que te asaltaron el día que llegaste? Hace casi más de veinte años de aquello… Tendrías unos niecinueve recién cumplidos. Tu madre, apurada, me daba todos los libros de arte que solías tener a mano: Escultura de Miguel Ángel, de Bernini y ese otro, no recuerdo su nombre, también esculpía fontanas italianas… En fin, el caso es que durante esa corta y última charla con ella tuve una sola ocasión de ver ese delicioso rostro tuyo que se ocultaba bajo la mesa y fue cuando te reíste por mi tropiezo con la silla. Tu risita no se fue en toda el día”

Otras muchas veces, Miriam no insistía, Miriam se quedaba en su habitación imitando a Esteban. Mas tampoco obtenía respuesta de aquel Esteban anonadado en su pequeño vano.

En cuanto la oscuridad inundaba el patio, Esteban reparaba en la presencia de aquella anciana. “Cuando entres, haz el favor de avisar porque puede dar la casualidad de que me esté cambiando y no quiero llegar a esa intimidad” le solía decir Esteban, con toda naturalidad, mientras esgrimía su más espléndida sonrisa. Miriam, débil siempre ante su ternura, sólo podía reír y ambos se dirigían seguidamente al refectorio de la residencia. A Esteban le encantaba conversar con Miriam, de hecho, era con la única persona que podía hablar. Miriam no le miraba a los ojos ni le rozaba ni hablaba demasiado fuerte como los otros residentes.

Una tarde de verano, Esteban quiso hablar acerca de un libro que estaba leyendo “Sabes Miriam, el otro día leí una teoría muy interesante de Max Wertheimer. Dice que la visión humana tiende a ver movimiento cuando no lo hay” “¿Todos los humanos?”Preguntó Miriam “Sí, gracias, en parte, a esta teoría se creó el cine. Wertheimer, empíricamente descubrió que si dos líneas cercanas entre sí se exponen de forma instantánea y sucesiva a una velocidad determinada, el observador no verá dos líneas sino una sola que se desplaza de la primera a la segunda. ¿No es genial?” “Esteban, nunca has ido al cine, ¿verdad?” Esteban no quiso escuchar a Miriam “Para mí, esta teoría no sólo muestra que la inteligencia del hombre es capaz de ver que sus sentidos engañan, sino que también busca su aplicación” respondió Esteban. “Mañana vamos a ir todos a ver La historia interminable, ¿Quieres venir?” “Mañana estoy ocupado”. El estómago de Esteban se había revuelto con la insistencia de la anciana y no quiso hablar más aquella noche.

A la mañana siguiente, Miriam tocó a su puerta. Esteban, pensando que era la limpiadora que solía venir todos los días a esa hora, abrió la puerta y se ocultó detrás. A Esteban tampoco le gustaba hablar con la limpiadora. De algún modo, le intimidaba con sus andares sueltos y sensuales y ese uniforme ceñido por el que se asomaban sus pechos lechosos y llenos de lunares. Concretamente, un día, Esteban se esfumó aterrorizado al fijarse inconscientemente en un lunar cuya forma y grosor le hizo imaginarse una garrapata.

Cuando se dispuso a huir al refectorio, se dio cuenta de que era Miriam. Estaba más seria de lo normal. Su rostro tenía una expresión hasta ahora desconocida para él. “Déjame pasar, Miriam. Tenemos que desayunar” La barbilla de Miriam estaba temblando “Ven al cine”dijo con firmeza. Esteban, hastiado de su insistencia, cerró la puerta y se fue. A pesar de su acrecentada ira, una vez sentado en el refectorio ante su desayuno preferido, jamón, tostadas y huevos pasados por agua, pudo relajarse. Los residentes habían desayunado pronto, así pues, pudo sentirse mejor que nunca en su soledad. Se tomó más tiempo de normal y subió a ver lo que se acontecía en la fuente. Hizo su cama y seguidamente se sentó en la silla desde la que asiduamente observaba la fuente. Giró el ya gastado tirador de la ventana y al abrirla de par en par sus ojos se toparon con dos ojos almendrados cuya intensidad le turbaron de tal manera que no pudo más que volver a cerrar la ventana. “¿Qué ha pasado? ¿Unos ojos femeninos? ¿En el otro ala de la residencia?” se preguntó a si mismo alterado. Volvió a asomarse, pero esta vez con más cautela. Cuando logró asomar un solo ojo, se volvió a encontrar a la joven en la misma posición. Esta vez trató de evadirse de aquella imagen y centrar su mirada en la fuente. Pero los ojos penetrantes le distrajeron. “No puedo perder la escena. No, no puedo, pero tampoco puedo dejar de mirarla. ¿Qué tiene? No sé lo que es. Su mirada. Su blusón alargado y blanco. No, no me gusta. Piensa en la fuente. En la fuente siempre pasan cosas importantes. Es la fuente la que invade mi imaginación, es la fuente la que me va a dar a la satisfacción, es la fuente la que me va a hacer el héroe de esta historia… no, la joven, no, la joven es… Es preciosa, es indescriptible, pero… ¿es real?” “Hola” interrumpió la extraña. Esteban permaneció callado. Recordó entonces aquel cuento infantil que tanto le leía su madre. Un príncipe rescataba a una princesa de lo alto de una torre vieja. El joven escalaba por su pelo y la salvaba… Esteban por fin pudo calmarse. Había encontrado lo que quería. Era una satisfacción profunda y, al mismo tiempo extraña, porque había encontrado el cobijo ideal. Un mundo cerrado, autónomo y perfecto en el que él iba a ser el héroe de la historia. Se levantó y se colocó en el alféizar. Quiso alcanzar el pelo de la hermosa joven. El tiempo se paró durante unos segundos. Esteban nunca más volvería al cobijo de los mundos ficticios.

1 comentario:

Pablo Herrera dijo...

Es tu historia que más me ha gustado, es super tierna y te has metido super bien en la piel de los personajes, me encanta. Es la muerte más dulce que nunca leí.

Enhorabuena Rosa!