miércoles, 20 de agosto de 2008

Fragmento del epílogo de "Mañana en la batalla piensa en mí" (Javier Marías)


Quizá no sea lo más sensato por parte de un escritor que hace novelas confesar que cada vez le parece más raro no ya el hecho de escribirlas, sino incluso el de leerlas. Nos hemos acostumbrado a ese género híbrido y flexible desde hace por lo menos trescientos noventa años, cuando en 1605 apareció la primera parte del Quijote en mi ciudad natal, Madrid, y nos hemos acostumbrado tanto que consideramos enteramente normal el acto de abrir un libro y empezar a leer lo que no se nos oculta que es ficción, esto es, algo no sucedido, que no ha tenido lugar en la realidad. El filósofo rumano Cifran, muerto recientemente, explicaba que no leía novelas por eso mismo: habiendo ocurrido tanto en el mundo, cómo podía interesarse por cosas que ni siquiera habían acontecido; prefería las memorias, las autobiografías, lo diarios, la correspondencia y los libros de Historia.

Si lo pensamos dos veces, tal vez a Cifran no le faltara razón y tal vez sea inexplicable que personas adultas y más o menos competentes estén dispuestas a sumergirse en una narración que desde el primer momento se les advierte que es inventada. Todavía es más raro si tenemos en cuenta que nuestros libros actuales llevan en la cubierta, bien visible, el nombre del autor, a menudo su foto y una nota biográfica en la solapa, a veces una dedicatoria o una cita, y sabemos que todo es aún de ese autor y no del narrador. A partir de una página determinada, como si con ella se levantara el telón de un teatro, fingimos olvidar toda esa información y nos disponemos a atender a otra voz- sea en primera o en tercera persona- que sin embargo sabemos que es la de ese escritor impostada o disfrazada. ¿Qué nos da la capacidad de fingimiento? ¿Por qué seguimos leyendo novelas y apreciándolas y tomándolas en serio y hasta premiándolas, en un mundo cada vez menos ingenuo?


Parece cierto que el hombre tiene necesidad de algunas dosis de ficción, esto es, necesita de lo imaginario además de lo acaecido y real. No me atrevería a emplear expresiones que encuentro trilladas o cursis, como lo sería asegurar que el ser humano necesita “soñar” o “evadirse” (un verbo mal visto este último en los años setenta, dicho sea de paso). Prefiero decir más bien que necesita conocer lo posible además de lo cierto, las conjeturas y las hipótesis y los fracasos además de los hechos, lo descartado y lo que pudo ser además de lo que fue. Cuando se habla de la vida de un hombre o de una mujer, cuando se hace una recapitulación o resumen, cuando se relata una historia o su biografía, sea en un diccionario o en una enciclopedia o en un crónica o charlando entre amigos, se suele relatar lo que esa persona llevó a cabo y lo que le pasó efectivamente. Todos tenemos en el fondo la misma tendencia, es decir, a irnos viendo en las diferentes etapas de nuestra vida como el resultado y el compendio de lo que nos ha ocurrido y de lo que hemos logrado y de lo que hemos realizado, como si fuera tan sólo eso lo que conforma nuestra existencia. Y olvidarnos casi siempre de las vidas de las personas no son sólo eso: cada trayectoria se compone también de nuestras pérdidas y nuestros desperdicios, de nuestras omisiones y nuestros deseos incumplidos, de lo que una vez dejamos de lado o no elegimos o no alcanzamos, de las numerosas posibilidades que en su mayoría no llegaron a realizarse- todas menos una, a la postre- , de nuestras vacilaciones y nuestras ensoñaciones, de los proyectos frustrados y los anhelos falsos o tibios, de los miedos que nos paralizaron, de lo que abandonamos o nos abandonó a nosotros. Las perxonas tal vez consistimos, en suma, tanto en lo que somos como en lo que no hemos sido, tanto en lo comportable y cuantificable y recordable como en lo más incierto, indeciso y difuminado, quizá estamos hechos en igual medida de lo que fue y de lo que pudo ser.


Y me atrevo a pensar que es precisamente la ficción la que cuenta eso, o mejor dicho, la que nos sirve de recordatorio de esa dimensión que solemos dejar de lado a la hora de relatarnos y explicarnos a nosotros mismos y nuestra vida. Y todavía es hoy la novela la forma más elaborada de ficción, o así lo creo.

2 comentarios:

Pablo Herrera dijo...

Es genial el epílogo Rosa,

quizá el problema es que los libros de historia no se centran en si Gutemberg alcanzó la felicidad aunque muriera pobre o si Luis XVI estaba realmente enamorado que en ultima instancia son las cosas que realmente nos importan o deberían importarnos.

Y quien escribe una memoria lo hace por realzar sus méritos o sus desgracias, yo creo, aunque suene paradójico, que la ficción novelística es el genero que más se acerca a la realidad que vivimos día a día.

Anónimo dijo...

Quizás Cifran no haya leído Guerra y Paz o Crimen y Castigo. Pero seguramente si, yo en parte entiendo su decepción con el género novelístico y es que, la mayoría de las novelas ue se publican debieran ser solo relleno de papelera.

El género novelístico se basa en la ficción, pero es que en parte la vida humana es ficción, la percepción completa de la realidad es imposible, en el fondo todo es humo y depede del cristal con el que se mire. Las novelas nos hablan en el lenguaje en que pensamos, todos soñamos, inventamos, imaginamos... Además la ficción es tan bien una forma de conocimiento, porque en toda ficción siempre hay algo de realidad.

Creo que hay pocos placeres para el inteleco como el de leer una buena novela, ahora bien, MUCHO CUIDADO CON LO QUE SE LEE.